Lago Titicaca (Perú)
13, 14 y 15 de Noviembre 2015
Como un espejo azul, el Lago Titicaca desde la ciudad de Puno, con sus nubes blancas dividiendo el horizonte en una dualidad líquido-vapor. Por etiqueta, un puerto pesquero adherido y más cercano, de fondo una ciudad dispar encaramada a una colina y disfrazado de mercado de artesanías para turista un tercer plano; Como aquellos cuadros esmaltados en relieve. Al otro lado, más allá de la vista, Bolivia.
Recorridas unas calles más populares, llegamos al Puno de su entramado central, de calles peatonales, con sus música en la Plaza del Pino y sus paseos llenos de restaurantes y gentes transitando de allá para acá. También su Plaza de Armas, su catedral, sus iglesias, sus paraditas de alfajores callejeros y sus pizzas andinas a la hora de cenar.
Me despedí de mis amigos rumanos (Andra y Cristi); El Colca nos volvió a reunir en Puno con el tiempo justo para desearnos buen viaje. Y allí, ya me esperaba el embarcadero de Puno y un lago a más de 3800 metros de altitud, de horizonte inabarcable y en cualquier modo de descripción: un espectáculo a la vista.
Unas cuantas islas a visitar en el Lago, en la parte peruana del Titicaca son la principal atracción que me trajo hasta Puno. Mi recorrido, un clásico de allí: Isla de los Uros, Amantaní y Taquile.
La Isla de los Uros
Los «uros» son un pueblo del Perú que vive en unas islas artificiales construidas por un junco llamado totora, continuamente cultivado para reponer y expandir los islotes a fin y medio de dividirlas para constituir una nueva aldea flotante generalmente cuando una nueva pareja se casa. Tan antiguos como el aimara que hablan y atrapados por el paso del tiempo y el avance de la tecnología. Los niños acostumbrados a recibir turistas, así lo diré, cantan canciones y se precipitan para salir en las fotos mientras paseamos en un caballito de totora. Aunque al final ellos son niños capaces de encandilarse hasta por un pañuelo de papel y poseedores de sonrisas sinceras.
Por otro lado en las chozas algún dispositivo electrónico formato televisión portátil, aunque cocinan en unas hornacinas elevadas y arcaicas para evitar que la isla prenda fuego… Contraste: huyeron en el pasado de ataques de otras tribus y no en balde, hoy, tienen alguna lancha con motor (a parte de sus caballitos de totora) que les comunica con la ciudad e islas cercanas. Unas placas solares fruto de anteriores gobiernos del Perú les facilita la vida.
Su jefe, el de esa isla llamada Purimita corazón, nos explicó ,fuera de la charla oficial, que planeaba a medio plazo irse al lado boliviano del lago donde las autoridades eran más sensibles con las comunidades indígenas del lago, pero que antes debía ir allí y comenzar a plantar totora pues no había aún. Con la época de lluvias se hace complicado vivir allí en una isla flotante, los temporales arrastran techados y estructuras y hay que recuperarlas o reponerlas, la dieta comprende el pescado, la totora y vegetales que intercambian con islas vecinas en tierra firme.
A día de hoy soy incapaz de encajar todas las piezas, pero me quedo con la fascinación sobre un pueblo que construye islas flotantes y hacen de esa persistencia una forma de vida peculiar y auténtica.
Isla de Amantaní:
Ya empezando a conocer a mis compañeros de trayecto en el barco, entre mexicanos, limeños, arequipeños, unos escolares de Puno, alguna española,… y el guía local que se hacía llamar Pacha.
Así llegamos a Amantaní, donde nos esperaban un corro de mujeres hablando quechua y ataviadas con tu traje tradicional y de uso diario que sería a la vez una reverencia a la madre tierra, la pachamama, cada vez que se recolocaban el pañuelo que cubría el cabello.
Famosas por sus tejidos bordados, Magda ,la hospitalaria ama de casa que me alojó, no paraba de hilar mientras caminaba, lanzaba y hacía danzar un huso de manera magistral y autómata, como si fuera la campeona local del “yoyo”. Tímidamente iniciaba alguna conversación cordial mientras nos guiaba de aquí allá por las cercanías del pueblo.
Allí también los hombres harían la misma reverencia a la madre tierra colocando tres hojas de coca de pie semienterradas. Dicen que a modo de saludos intercambian mutuamente hojas de coca de una bolsa habitual en sus ropajes. Yo no lo puedo aseverar pues no lo vi, pero lo que es cierto y sí pude comprobar es ese halo de misterio que transmite la isla surcada de parcelas de tierra de cultivo con formas irregulares y rojizos colores, entramada de peldaños y caminos. Caminos que llegan a los recintos ceremoniales de la Pachamama y la Pachatata.
A medio camino Pacha hizo un alto para explicar un ritual, consistía en colocar una piedra en una especie de pináculo ceremonial para que los “Apus” o espíritus de las montañas nos libraran del cansancio de nuestras piernas. Así seguimos subiendo hasta un cruce de caminos: a la izquierda el templo a la Pachatata (padre cielo o cosmos). Un montículo con base cuadrada, una cerca de piedra apilada de unos dos metros de alto, a la cual dimos tres vueltas, mientras extendíamos los brazos para sentir la energía del lugar.
A la derecha el templo a la Pachamama (madre tierra) de base redonda, relacionada con la mujer, la fertilidad (lugares comunes de otras creencias aquí y allá) y a la cual rodeamos tres veces mientras cada uno se concentraba en sus deseos. De mientras el cielo se iba tapando y de fondo los relámpagos se acercaban con una cortina de oscuridad con el azul claro del lago de contraste.
Oscurecía y justo cuando llegábamos al pueblo empezó a granizar, apenas veíamos con las linternas y estábamos empapados por la lluvia. Fue un trayecto breve, de unos 20 minutos, serpenteando caminos a modo de calle que constituían las arterias de aquel pequeño pueblo.
Una sopa de quínoa y una infusión de muña hizo de la cena un bálsamo mientras nos secábamos; A la noche nos esperaba unas danzas acompañadas de música tradicional para dar final a ese día, lejos quedaban los uros y sus islas flotantes.
Isla de Taquile:
Tras despedirme de Magda y de los caminos de Amantaní, pusimos rumbo con el barco a Taquile. Desde el embarcadero unos 500 peldaños hasta la plaza del centro del pueblo exigentes si uno recuerda que caminar una media hora a unos 3800m de altura es algo más cansado para alguien acostumbrado al nivel del mar de su ciudad natal.
Si Amantaní era mística, Taquile eran colores. Todo un sistema de coloridos ropajes con diferentes significados según su colocación a un lado u otro. Los jefes de designación rotatoria llevaban un doble sombrero, las solteras un color determinado de falda, los casados el gorro caído a un lado; una simpar combinación estética que hacía la luz de esa plaza mi imagen identitaria de la isla. Allí comimos una trucha de carne rosada buenísima e hicimos la foto de grupo para el recuerdo.
El barco nos iba regresando, la mente iba integrando todo la secuencia, mientras el lago Titicaca nos despedía con imágenes difuminadas de tormenta en el horizonte.
Recuerdos del Lago:
- El azul y el blanco del Lago Titicaca
- Tuk tuks costumizados cerca del embarcadero
- Un alfajor en las calles de Puno
- El color de la piel de los “uros”
- El sabor de la totora
- Hilanderas y tejedoras en la plazas de Amantaní
- Los empedrados caminos hasta el templo de la Pachamama
- Una sopa de quínoa , una infusión de muña y restos de granizo en mi mochila
- Mujeres jugando a cartas en Taquile
- La cortina de lluvia en el horizonte del lago